viernes, 16 de julio de 2010

veinte (que no se acabe)

Me asusta un poco en verdad. La memoria suele jugarme malas pasadas ultimamente; te despistás, y sin darte cuenta, sin previo aviso se te caen cosas de la mente, que después juntás como reliquias.
Junto todo, a veces, siempre y de vez en cuando.
Entonces, hace un tiempo o más bien, de un tiempo a esta parte, me di cuenta que ya no vale eso de guardar en la mente que tan ocupada anda a diario. Sino que es mejor guardar esto en el corazón, en el alma y tomarlo como un refugio, como un suspiro esperanzador, como un oasis en medio del desierto. Como lo que fue y seguirá siendo por los siglos de los siglos Malimán. Del corazón no se puede caer.
Lo tengo acá, bien guardado. Empieza en la garganta y me recorre el pecho para terminar en el estómago, para revolverme el cuerpo de placer. Y después lo encuentro en el dedo gordo de pie, en el codo o atrás de la rodilla.
Yo sé que esto no va a terminarse nunca, esté o no, seguirá estando.
Fueron y por sobre todas las cosas: son para mí un dulce desvío, algo fugaz y duradero, un sinfin de buenas sensaciones. Hoy sé que no extraño a ningún malimanito, porque me crecieron adentro, para no irse.
Dudo que haya una forma adecuada de agradecer todo esto.

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