viernes, 13 de julio de 2012

7

En plena noche nos despertaron los golpes y los gritos. Por poco no me voltean la puerta.
Nos fuimos volando, con Flavia, a lo del manco Justino. Agarré lo que pude.
Años atrás, un tiburón tigre había arrancado el brazo de Justino. El tiburón se le había dado vuelta cuando él lo estaba desenredando. Yo a Justino lo conocía poco, pero eso se sabía.
En el rancho, se tambaleó el farol a querosén. 
La mujer del manco aullaba con las piernas abiertas. Tenía los muslos hinchados y violetas. En la piel tirante se veía una selva de venitas.
Le dije a Flavia que pusiera a hervir una olla de agua. Al manco, que andaba muy nervioso y tropezando, le ordené que esperara afuera. Un perro vino a esconderse bajo la cama y lo saqué a patadas.
Me eché con alma y vida sobre el vientre de la mujer. Ella aullaba como una bestia, aullaba y puteaba, no doy más, me duele, carajo, me muero, hirviendo de sudor, y ya la cabecita había asomado entre las piernas pero no salía, no salía nunca, y yo hacía fuerza con todo el cuerpo y en eso la mujer pegó un manotazo a un travesaño de palo, que casi se vino el techo abajo, y lanzó un grito largo y filoso.
Flavia estaba a mi lado.
Me quedé paralizado. La chiquilina había salido con dos vueltas de cordón enroscadas al cuello. Tenía la cara morada, pura hinchazón, sin rasgos, y estaba toda aceitosa y envuelta en mierda verde y sangre y tenía el dolor en la cara, y creo que yo pensé: pobrecita, pensé: ya, tan temprano.
Yo temblaba de la cabeza a los pies. Quise agarrarla. Me faltaban manos. Se resbaló.
Fue Flavia la que desenroscó el cordón. Yo atiné, no sé cómo, a atarle un par de nudos bien fuertes, con un piolín cualquiera, y con una yilé corté el cordón de un tajo.
Y esperé.
Flavia la tenía en el aire, agarrada de los tobillos.
Le pegué un golpecito en la espalda.
Pasaban los segundos.
Nada.
Y esperamos.
Creo que el manco estaba en la puerta, de rodillas, rezando. La mujer gemía, se quejaba con un hilo de voz. Estaba lejos. Y nosotros esperando, con la gurisa cabeza abajo, y nada.
Volví a golpearle la espalda.
Me mareaba aquel olor inmundo y dulzón.
Entonces, de golpe, Flavia le abrazó la cabeza y se la llevó a la boca y la besó violentamente. Aspiró y escupió y volvió a aspirar y escupir costras y flemas y baba blanca. Y por fin la gurisa lloró. Había nacido. Estaba viva.
Me la dió y la lavé. Entró la gente. Flavia y yo salimos.
Estábamos exhaustos y atontados. Nos fuimos a sentar a la arena, junto al mar, y sin decirnos nada nos preguntábamos: ¿cómo fue?, ¿cómo fue?
Y yo confesé: -Nunca había estado. No sabía cómo era. Para mí fue la primera vez.
Y ella dijo: -Yo tampoco.
Apoyó la cabeza contra mi pecho. Sentí la presión de sus dedos hundiéndose en mi espalda. Adiviné que tenía lágrimas presas entre las pestañas.
Después, al rato, preguntó, o se preguntó: -¿Cómo será, tener un hijo? Un hijo de una.
Y dijo: - Yo nunca voy a tener.
Y después vino un marinero, de parte del manco, a preguntar a Flavia cuál era su nombre. Precisaban el nombre para el bautismo. 
- Mariana -dijo Flavia.
Me sorprendí. No dije nada.
El marinero nos dejó una botella de grappa. Bebí del pico. Flavia también.
- Siempre quise llamarme así -me dijo.
Y yo recordé que ése era el nombre que figuraba en el pasaporte que estaba haciendo -lento, lento- para que ella se fuera.

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